Strike 3: Cuando un extraño llama

Por: Michel Contreras
Hace poco –tan poco que podríamos decir que ocurrió ahorita-, el Sandino fue testigo de un show a la usanza de Hollywood, salpicado por dosis de violencia y desacato, crispación delirante y lenguaje de adultos. La cámara húngara (¿cubana?) se armó a raíz de un pelotazo de Vladimir García a Ramón Lunar, que derivó en la inmediata expulsión del lanzador en el mismo episodio de apertura.
Ahí no paró la cosa: más bien, solo estaba empezando. La cueva de los Tigres explotó cual si tuviera dinamita, y el umpire envió también a los vestuarios a Róger Machado, convoyado con un integrante de su Estado Mayor.
Contrario a lo que podría pensarse, no fue ese el final de la historia. El manager avileño retiró a sus hombres del diamante, y recibió la orden de regresarlos al campo en un plazo de cinco minutos, so pena de perder el compromiso por forfeit.
Pasaron diez, quince minutos… Veinte… Veinticinco… Parecía que el peso del reglamento caería, inexorable, sobre la decisión de Ciego de Ávila. Sin embargo, aquello no era aún el desenlace.
A falta de tan solo dos minutos para cumplirse media hora de juego detenido, una enigmática llamada telefónica convenció a Machado de continuar con la disputa del encuentro. Fue en ese instante que explotó la cueva de los anfitriones, exigiendo respeto por lo estipulado.
Mas, ¿cree usted que eso fue todo? Por supuesto que no. Faltaba justamente lo mejor: la misteriosa voz de marras –sabe Dios desde dónde, pero difícilmente sepa Dios con qué pretexto- determinó que el árbitro de home debía intercambiar su posición con el de la antesala. “Trínquenme ahí a ese hombre”, habría dicho Lino Novás Calvo. Y justamente así se hizo.
Alguien me emplaza en público a que escriba sobre el desaguisado en que desembocó el partido. Y la primera palabra que me viene a la cabeza es “desconcierto”. Porque la película rodada en el Sandino tuvo acción gratuita y pésimo suspenso, pero su pasaje más terrible fue cuando se adentró en la comedia del absurdo.
Paso a paso. Lo primero es que no creo que Vladimir, sabedor de lo que representaba el choque para Ciego, haya golpeado intencionalmente a Lunar. Verdad: el muchacho venía de dar dos jonrones el día antes, y hace unos años le decidió un partido memorable al moronense. Pero así y todo, no puedo imaginar que fuera adrede. Menos aún si tomo en cuenta que el dead ball apareció al tercer envío ante Lunar, y que la bola le pegó en el antebrazo.
(Al primer lanzamiento y buscando costillas o cabeza: tal es el modus operandi de los asesinos natos del montículo).
Lo segundo es que Lorién Lobaina, el umpire, debió apelar más al sentido común que al impulso sanguíneo. Eso, a menos que dispusiera de una prueba incontestable –despojada del más elemental viso especulativo- sobre la no accidentalidad del pelotazo.
Lo tercero es que Roger Machado estaba en todo su derecho de quejarse, inclusive de protestar el juego, pero la razón lo dejó de asistir en el preciso instante en que la ira le cegó los ojos y el buen juicio, hasta el punto de sacar a sus hombres del terreno. Recordémoslo siempre: hay un público sentado en las tribunas, y ese público es el corazón central del béisbol.
Lo cuarto es evidente: cinco minutos no equivalen a media hora, y la ley –la palabra del árbitro- está para cumplirse a pie juntillas, inclusive en el caso de que surjan misteriosas llamadas telefónicas. (Llegado este punto, me gustaría saber por qué, habiendo un comisario de partido en cada encuentro, es preciso esperar una llamada para dilucidar las situaciones peliagudas).
Lo quinto es que, con todo el fundamento de este mundo, Villa Clara rechazó acaloradamente la reanudación del desafío.
Por último, lo sexto es lo peor. Lo más incongruente. Lo sexto fue que, desde el otro lado de la línea, aquella voz (un Garganta Profunda tropical) movió las piezas del tablero arbitral a su antojo, y al desvestir a un santo para vestir a otro les quitó a ambos la autoridad sobre el destino de aquel choque.
Quise decir, del showque.
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E. A. Hernandez -