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Un héroe entre Vegueros

Un héroe entre Vegueros

Por: Juan A. Martínez de Osaba

 

A mediados del enero de 1972, con una temperatura parecida al invierno occidental, se enfrentaron los VEGUEROS de Pinar del Río y el poderoso SERRANOS oriental. Las notas del Himno Nacional dieron paso a una batalla de colosos entre el zurdo Rodovaldo Esquivel y Braudilio Vinent. Los innings pasaban y los ojos iban cada vez más al palco presidencial donde estaba abrigado, con una sencilla levita carmelita, el Delegado del Buró Político. Firmamos una pelota y se la enviamos. Un moreno corpulento la tomó en sus manos, la revisó y llevó al Comandante de la Revolución, acompañado por Armando Hart, entonces Primer Secretario del Partido en la provincia.

En la entrada dieciséis, de la forma menos esperada, se decidió el pleito contra nosotros. Un fortísimo tiro de Tomás Valido, desde casi detrás de la segunda almohadilla, que trataba de “enfriar” en home al recordado William El Alfita Mendoza, fue a parar al graderío detrás del plato en su parte más alta. Cabizbajos, pero a gran nivel, nos retiramos. Un rato después, el Delegado se dirigió al dogout de primera, donde caprichosamente se refugian los de casa.

Regresaba yo del baño con la toalla al cuello, con el mérito de que Vinent no me ponchara en la única vez al bate, cuando veo a todos alrededor del largo banco del dormitorio. Allí, en la esquina derecha del mueble, estaba el Héroe del Moncada, la prisión, el exilio, el Granma, la Sierra, Girón, la Limpia del Escambray, la Crisis de Octubre, el ciclón Flora, la malograda zafra del setenta. El jefe militar, civil, amigo, vecino, hermano, simple mortal entre deidades.

Indagó por las condiciones, que si nos trataban bien, los mosquitos, la comida… Y nosotros sin quejas, no las había.Era Juan Almeida Bosque, nada más y nada menos. Casi no se refirió al juego donde ¡nadie se rindió cojones! Solo ensalzó una jugada de Urquiola al costado del lanzador, el coraje de Esquivel, la inmensidad de Vinent y otras pequeñas cosas. Hubo preguntas épicas que rehuyó con finos modales y la decencia que le brotaba por los poros. Alguna que otra acción de sus compañeros y ninguna suya.

Fue un caso de rara avis, capaz de disparar cañonazos, pelear cuerpo a cuerpo como fiera y sentarse a escribir versos para ponerles música. Eso sí, recordó a los vueltabajeros de tantos combates: Ramirito, Ciro, Julito Díaz… Todos conocidos del manager artemiseño, el Gallego Salgado. De su andar entre balas no hubo nada; simplezas. Como quien se enfrenta a la historia, alguien indagó por Fidel y él, él y Fidel. No olvido la mirada escudriñadora, hábil, tierna, ni aquellos labios que sostenían el grueso mostacho. Orientó los ojos:

Fíjate, que todavía hoy, cuando hablo con él, me pongo nervioso, su personalidad me perturba, así pasa con todos nosotros. A veces me hago el disimulado y me quedo un poco detrás, dejo que otros hablen con él, pero como me conoce, enseguida me llama y yo, como siempre, acato sus órdenes.

Entonces comprendí que tenía delante a un ser superior que nunca dejó de ser limpiabotas, obrero de la construcción, albañil, desempleado, negro, pobre y honrado, muy honrado en una prole de doce hermanos, que crecieron en lucha al infinito.

Casi no se habló de pelota, ni de jugadas, ni siquiera de la guerra, las conversaciones giraron hacia la solidaridad humana, la sencillez, la lucha ciclópea contra El Monstruo de las Siete Leguas, y esas cosas que parecen menores, pero no lo son. Eso sí, en el centro estuvo la música. Cuando inquirí por Lupita, si inspiración o realidad, solo esbozó una sonrisa delatadora. No dijo más; todos entendimos.

Muchos años después, cuando lo vimos marchar a la eternidad, regresó aquella escena sacada del baúl de las remembranzas hace cuatro décadas: una mano sobre Julio Romero, la conversación familiar con Roberto Camejo y su padre, la admiración por Alfonso Urquiola, la atención de Felipe Álvarez, la familiaridad con el Gallego, y aquellos mosquitos que querían comernos y no nos enterábamos.

Cuando hace tres años escuchamos la voz de Bárbara Llanes entonando entre colinas una de sus canciones más complejas, pensé que grande es un hombre que une el plomo al pentagrama y una pluma de doce libros a la historia patria. Y la certeza de los inmortales, que el tiempo devolverá más allá de los pueblos.

Fuente: CUBADEBATE

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